Del culto y sus fundamentos
Culto es el reverente y
amoroso homenaje que se rinde a Dios o a los santos por sus
sobrenaturales excelencias.
Y devoción significa el
amor, la veneración y entrega a la voluntad de otro, de Jesucristo, de
la Virgen, etc. Si esos sentimientos se fomentan y exteriorizan son
ejercicios o prácticas diversas que se llaman devociones.
El culto a la Santísima
Virgen es enteramente legítimo. «María, ensalzada por Dios después de su
Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser
Madre Santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es
justamente honrada por la Iglesia» (LG 66).
Más aún: se le debe un culto
único y singular. El culto a la Virgen es esencialmente distinto del
culto de latría (o de adoración) que se rinde a Dios sólo; es decir, al
Verbo encarnado, lo mismo que al Padre o al Espíritu Santo. Y es también
singular y distinto del que se da a los santos, porque la dignidad y
excelencia de la Madre de Dios están por encima de las que son comunes a
todos los santos o siervos de Dios.
En esas pocas palabras se
alude ya a los fundamentos que justifican el singularísimo culto debido
a la Virgen, pero no será inútil subrayarlos con más fuerza: la Virgen
es verdadera Madre de Dios, y estuvo eficazmente asociada a Jesucristo
en la obra de la Redención. No se comprende que un cristiano profundice
en estas verdades y sea indiferente con la Señora.
«De la maternidad divina, como de oculto
manantial, proceden la gracia singularísima de Maria y su dignidad
suprema, después de la de Dios» (Pío XI).
«¡Madre de Dios! ¡Qué título más
inefable!... Viene a ser como un desafío que exige para Ella la más
sumisa reverencia de todas las criaturas. Sólo Ella, por su dignidad,
trasciende los cielos y la tierra. Ninguna entre las criaturas visibles
o in-visibles. En el orden de lo creado, «N0 parece pueda existir
prerrogativa más excelsa..., la cual lleva consigo la santidad y
dignidad más grandes después de las de Cristo» (Pío XII).
Pero la Virgen, además de
estar unida a su Hijo como Madre, lo estuvo también en la consumación de
la obra de salvación; y se puede concluir legí-timamente que «como
Cristo es Rey nuestro no sólo por ser hijo de Dios, sino también por ser
nuestro Redentor, así, con cierta analogía, se puede afirmar que la
bienaventurada Virgen es nuestra Reina y Señora no sólo por ser Madre de
Dios, sino también porque, como nueva Eva, fue asociada al nuevo Adán»
en la redención del mundo (Pío XII) .Luego, de esa doble e inefable
unión con Cristo se origina la «eficacia inagotable de su materna
intercesión con su Hijo y con el Padre» en favor de todos los redimidos.
Esos fundamentos son muy
sabidos, pero ojalá no suceda nunca que «por sabidos» no se los tenga en
cuenta.
Elementos de la devoción auténtica
La verdadera devoción a la
Virgen no consiste ni en un sentimiento estéril ni en una vana
credulidad, sino que procede de la fe auténtica que nos induce a
reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos impulsa aun amor
filial hacia nuestra Madre ya la imitación de sus virtudes (LG 67).
Con menos palabras, en otra
parte, el Concilio reduce el culto y devoción a la Virgen «a la
veneración, al amor, a la invocación e imitación» (LG 66).
Esos son los elementos
constitutivos de la devoción a la Virgen; pero todo cristiano ha de
saber en qué se fundan para que su devoción sea consciente y firme.
Veneramos a la
Santísima Virgen por sus excelencias:
-es Madre de Dios;
-asociada a Jesucristo en la obra de la
Redención;
-Reina de cielos y tierra.
Amamos a la Virgen
porque es Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros en particular,
ya que con su fe, con su obediencia y ardiente caridad contribuyó a
restaurar la vida sobrenatural de las almas (LG 61).
Invocamos a la Virgen
y acudimos a Ella en toda necesidad porque «asunta a los cielos, no ha
dejado su misión salvadora, sino que continúa obteniéndonos los dones de
salvación. y con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo (de
todos nosotros), que todavía peregrinan y se hallan en peligro hasta que
sean conducidos ala patria bienaventurada» (LG 62).
Hemos de imitar a la
Virgen, porque es ejemplo y anticipo de la que debe ser la Iglesia.
En María aprendemos la fidelidad a la gracia, la religiosidad, la
entrega total al querer de Dios en cada instante.
Enseña el Concilio, en particular, que
da Iglesia glorifica a Cristo cuando se hace más semejante a su excelso
modelo (a María), progresando en la fe, en la esperanza y en la caridad,
buscando y obedeciendo en todo a la divina voluntad» (LG 65).
Y la Santa Iglesia
recomienda la devoción a la Señora. «El Santo Concilio amonesta a todos
los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la
Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las
prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados en el curso
de los siglos, y que observen escrupulosamente cuanto en tiempos pasados
fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima
Virgen y de los santos» (LG 67).
Mentalidad correcta al pensar en
Maria y al engrandecerla
Para formarse esa
mentalidad, todo católico ha de seguir la «vía media» trazada por Pio
XII y recibida por el Concilio, que consiste en guardarnos lo mismo de
afirmaciones sin fundamentos, que de la cortedad y estrechez del alma al
tratar de la singularisima dignidad de la Madre de Dios (LG 67). Yeso
porque «admirando y celebrando las prerrogativas de la Madre, admiramos
y celebramos la divinidad, bondad, amor y poder de su Hijo; y nunca
desagradará al Hijo lo que hagamos en alabanza de su Madre, adornada por
El de tantas gracias... Que superan inmensamente los dones y gracias de
todos los hombres y de los ángeles» (Pío XII).
En consecuencia, tanto en
las expresiones cuando se hable de la Virgen, como en las devociones
cuando se la obsequie, «ha de evitarse cuidadosamente todo aquello que
pueda inducir a error acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia» (LG
67). Todo católico sabe, en efecto, que María es pura criatura, redimida
por su Hijo ya El subordinada en sus oficios, aunque esté realmente
asociada a su misión y ensalzada sobre toda la creación como Madre
verdadera de Dios-Hombre. Pero esa advertencia no quiere decir que se
evite el invocar a la
Virgen, el venerar sus imágenes, o el
tenerle devoción. Eso no induce a error, aunque lo vean mal algunos que
estén en el error.
La Iglesia misma recuerda
los frutos de la devoción a la Virgen. «Las diversas formas de
piedad hacia la Madre de Dios (v. gr., el rosario, el mes
de mayo, peregrinaciones a sus santuarios, escapularios, etc.) que la
Iglesia ha venido aprobando dentro de los límites de la doctrina
sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de los tiempos y
lugares y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser
de los fieles, hacen que, al ser honrada la Madre, el Hijo sea
mejor conocido, amado y glorificado, y que, a la vez, sean mejor
guardados sus mandamientos (LG 66) .
Necesidad de la devoción a la Virgen
De ella podemos hablar como
se habla de la necesidad de la Iglesia. No se trata de una necesidad
absoluta; en absoluto, ni María ni la Iglesia son necesarias. La medida
en que son necesarias depende de los planes de Dios que les asignó tal
misión y tales funciones en la realización concreta del misterio de
salvación.
Por tanto, como puede uno
salvarse en absoluto fuera de la Iglesia, es decir, perteneciendo a ella
sólo de modo implícito, por su conciencia recta que estaría pronta a
abrazarse con los planes de Dios, si los conociera; así pueden salvarse,
por esa misma voluntad, quienes desconocen la dignidad y misión de
María, que es el grande instrumento de que Dios se vale en la economía
de la gracia.
En conclusión: la devoción a
la Virgen es necesaria a los adultos que conocen suficientemente a la
Señora, los cuales, al rechazar positivamente su culto y devoción,
caerían en grave error contra la fe y se pondrían fuera de la voluntad y
orden establecidos por Dios.
Se ha observado con razón
que el marianismo o devoción a la Virgen es nota, al menos negativa, de
la Iglesia de Cristo. Porque sí puede haber alguna Iglesia que, con
devoción a la Virgen, esté fuera del «Único redil», pero sin esa
devoción jamás Iglesia alguna será la única verdadera Iglesia de
Jesucristo.
La historia y la experiencia
pastoral enseñan que dejar de lado a María es alejarse de Cristo. Y los
santos y doctores han repetido, de mil modos, que, la verdadera devoción
a María es señal de predestinación.
Qué decir de la devoción imperfecta a
la Virgen
Para ser devotos de la
Virgen no se requiere ser ya tan santo que se evite todo pecado, pero sí
se precisa una sincera voluntad de evitarlo y de trabajar y esforzarse
por vencerlo, porque el pecado ofende al Hijo ya la Madre.
Si uno, pues, vive en
pecado, su devoción será siempre imperfecta. Pero desde el fondo de su
miseria ese pecador puede dolerse de su estado, puede volverse a la
Señora para que tenga compasión de él y le ayude a liberarse de su
miseria sin dejar ni aún entonces las oraciones con que siempre la
invocaba. Que si Cristo vino a buscar a los pecadores, también María fue
hecha Madre de todos para salvar a todos.
En tales casos no procede
hablar contra la devoción imperfecta ni tratar de destruirla; procúrese,
más bien, perfeccionarla y, por la Virgen, levantar a los que han caído
y llevarlos al Señor. Como no trataremos de desarraigar por completo la
fe muerta o no válida, sino de darle vigor y eficacia para volver a Dios
tantos cristianos que, creyendo y todo, se han separado de Cristo y no
viven en su amor.
Eficacia de la devoción a la Virgen
Hablamos de la devoción a la
Virgen tal como la entiende el recto sentir del pueblo cristiano y la ha
canonizado el Vaticano II. Los santos, los teólogos y maestros de
espíritu no se han cansado de recomendarla para obtener la conversión de
los pecadores y para llevar a las almas a la santidad.
Dentro del plan que nos
hemos impuesto, nos reducimos acopiar una página famosa sobradamente
conocida: «Te exhorto a que ames siempre más y más a la Virgen Nuestra
Señora. ¿Quieres escapar de los peligros que te amenazan, no sucumbir a
las tentaciones, hallar consuelo en las pruebas y sobrellevar con
esfuerzo la carga de tus penas? ¿Quieres permanecer estrechamente unido
a Jesucristo? Venera, ama, imita a su dulcísima, purísima y santísima
Madre. No lo dudes: Ella será para ti Madre amantísima si la buscas...
Ha recibido de Dios el poder dispensar los tesoros de la gracia y puede
levantar a los pecadores; pero sus bondades siéntenlas, sobre todo, sus
finos amadores... Quien la ama es casto, quien la abraza es puro,
piadoso el que la honra, y santo quien la imita. Nadie la ama que no sea
amado de Ella; ninguno de sus devotos pereció jamás... Es, pues,
beneficio grande, es gracia inmensa de la bondad divina tener devoción a
María, confiar en María, tender a la imitación de las virtudes de
María».
Y un escritor moderno
agudamente apostilla y, subraya esas palabras: «La experiencia confirma
esta gran verdad al ver que los grandes santos han sido siempre
devotísimos de la Madre de Dios, y que, por el contrario, cuantos se
alejan de Ella se han ido enfriando en el amor y fidelidad a Dios, su
Hijo».
Como es necesaria la Madre
para la recta educación y cuidado del niño en su vida humana, así, en el
orden espiritual, es necesario el cuidado de la Madre del cielo para el
genuino desarrollo y para la plenitud de la vida de la gracia.
Mucho se puede decir sobre
la eficacia santificadora de la verdadera devoción mariana. Los
principios doctrinales dan razón de los muchos testimonios de vida que
la hagiografía nos ofrece. Ya su vez, los testimonios de los santos y de
muchas almas anónimas son la mejor garantía del valor y autenticidad de
esos principios.
En vez de hacer
razonamientos por nuestra cuenta, nos parece mejor copiar una página
luminosa del Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica Ma-rialis cultus.
Responde directamente a nuestro tema.
Dice así:
«...La Iglesia, guiada por el Espíritu
Santo y amaestrada por una experiencia secular, reconoce que también la
piedad a la Santísima Vírgen, de modo subordinado a la piedad hacia el
Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y
constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha
eficacia se intuye fácilmente. En efecto: la múltiple misión de María
hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda
en el organismo eclesial y alegra el considerar los singulares aspectos
de dicha misión, y ver cómo ellos se orientan cada uno con su eficacia
propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos
espirituales del Hijo primogénito.
La santidad ejemplar de la
Vírgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María «la cual brilla
como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos» (LG 65)
.Virtudes sólidas evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la
Palabra de Dios; la obediencia generosa;
la humildad sencilla; la caridad solícita; la sabiduría reflexiva; la
piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos ;
agradecida por los bienes recibidos, que ofrecen en el templo, que ora
en la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro, en el dolor...
la pureza virginal; el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes
de la Madre se adornarán los hijos que con tenaz propósito contemplan
sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida...
La piedad hacia la Madre del
Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia
divina… porque es imposible honrar a la «Llena de gracia» (Lc. 1.28) sin
honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir: la amistad con Dios,
la comunión en El, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina
alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf.
Rom. 2, 29; Col. 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su
experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa
ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer
nueva, está junto a Cristo, el Hombre Nuevo, en cuyo misterio solamente
encuentra verdadera luz el misterio del hombre» (MC 57).
Dos devociones especialmente
recomendadas
Son muchas las formas de
devoción a María, y muchas también las devociones: el rezo del Ave
María, de las tres Ave María, la devoción de la medalla milagrosa, del
Escapulario bajo diversas advocaciones...
En nuestros días los Papas
han recomendado de manera especial dos devociones a la Virgen María. Son
éstas: el rezo del Rosario, y la recitación del Angelus. Ambas
devociones están dotadas de un mismo espíritu. Recogen el sentido
bíblico de la alabanza a María y tienen un valor casi litúrgico para la
Iglesia.
-El Rosario:
El Papa Pío XII, en 1946,
llamó al Rosario: compendio de todo el Evangelio; frase que recoge y
comenta el Papa Pablo VI en Marialis cultus. El mismo Papa dice además
que goza de una «connatural eficacia para promover la vida cristiana y
el empeño apostólico» (MC 42) .
El Papa Juan XXIII la tuvo
como oración predilecta. Y lo mismo la tiene el Papa Juan Pablo II. Es
una oración sencilla y rica, dice; practicable por todos, y como una
«escala para subir al cielo» de manos de María. Oración cristológica y
mariana, sencilla, humilde, querida por todos los devotos de la Virgen
María.
El valor del Rosario está
precisamente en su contenido y en su estructura. Es oración vocal y
mental al mismo tiempo; dos alas, dice Juan Pablo II, con las que nos
elevamos hacia el cielo.
El Papa Pablo VI explicó con
detenimiento el carácter evangélico del Rosario, en cuanto saca del
Evangelio el enunciado de los misterios y sus ora-ciones principales, y
se inspira en el Evangelio, para sugerir las actitudes espirituales con
que deben recitarlo los fieles. Por eso lo recomienda con tanta
insistencia, tanto en el rezo particular, como familiar y comunitario.
Después del rezo de las
oraciones propiamente litúrgicas, el Rosario tiene la preeminencia, a
juicio del Papa, por su valor y eficacia en orden a la santificación.
«No cabe duda -dice Pablo VI-
de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de
las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana
está invitada a rezar» (MC 54).
-El Angelus:
El Angelus es una oración
mariana y cristológica, centrada en la meditación del misterio de la
Encarnación. Suele rezar se tres veces al día: al principio de la
jornada, al descanso del mediodía, y al crepúsculo, que cierra las
tareas y los trabajos diarios. Es una manera de consagrar el día entero
a Dios ya la Virgen Santísima; un modo de santificar, con una breve
oración, el trabajo.
Pablo VI recomendó vivamente
esta oración, que según él no tiene necesidad de reforma ni de
modificación, por su valor perenne, como alabanza y súplica. Dice así:
«La estructura sencilla, el
carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de
la incolumidad en paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos
casi diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio pascual
mientras conmemoramos la Encarnación del hijo de Dios, pedimos ser
llevados "por su Pasión y su cruz a la gloria de la resurrección", hace
que a distancia de siglos conserve inalterado su valor e intacto su
frescor» (MC 41).
El Papa Juan Pablo II ha
recomendado vivamente a los fieles el rezo del Angelus Domini, que sirve
para santificar los momentos del día. Ha manifestado su satisfacción por
rezarlo juntamente con los fieles y ha recordado los ricos tesoros
espirituales que contiene.
«Mediante el Angelus Domini
nos unimos espiritualmente entre nosotros, nos recordamos mutuamente,
condividimos el misterio de la salvación y también nuestros corazones»
('De la oración mariana', en Czestochowa, 5.6.1979).
«...Dentro de unos instantes
rezaremos juntos el Angelus, que nos recuerda el anuncio gozoso del
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; lo rezaremos con una
particular intensidad y devoción, porque queremos proclamar juntos
nuestra fe cristiana y además dar gracias a Dios por las maravillas que
ha hecho y continúa haciendo por la intercesión de María Santísima, a la
que manifestaremos toda nuestra veneración filial» (' Angelus', en
Pompeya, 21.10.1979).
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