miércoles, 2 de noviembre de 2011

Enseñanzas de la Iglesia sobre el culto y devoción a la Virgen

   Del culto y sus fundamentos
            Culto es el reverente y amoroso homenaje que se rinde a Dios o a los santos por sus sobrenaturales excelencias.
            Y devoción significa el amor, la veneración y entrega a la voluntad de otro, de Jesucristo, de la Virgen, etc. Si esos sentimientos se fomentan y exteriorizan son ejercicios o prácticas diversas que se llaman devociones.
            El culto a la Santísima Virgen es enteramente legítimo. «María, ensalzada por Dios después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre Santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia» (LG 66).
            Más aún: se le debe un culto único y singular. El culto a la Virgen es esencialmente distinto del culto de latría (o de adoración) que se rinde a Dios sólo; es decir, al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre o al Espíritu Santo. Y es también singular y distinto del que se da a los santos, porque la dignidad y excelencia de la Madre de Dios están por encima de las que son comunes a todos los santos o siervos de Dios.
            En esas pocas palabras se alude ya a los fundamentos que justifican el singularísimo culto debido a la Virgen, pero no será inútil subrayarlos con más fuerza: la Virgen es verdadera Madre de Dios, y estuvo eficazmente asociada a Jesucristo en la obra de la Redención. No se comprende que un cristiano profundice en estas verdades y sea indiferente con la Señora.
«De la maternidad divina, como de oculto manantial, proceden la gracia singularísima de Maria y su dignidad suprema, después de la de Dios» (Pío XI).
«¡Madre de Dios! ¡Qué título más inefable!... Viene a ser como un desafío que exige para Ella la más sumisa reverencia de todas las criaturas. Sólo Ella, por su dignidad, trasciende los cielos y la tierra. Ninguna entre las criaturas visibles o in-visibles. En el orden de lo creado, «N0 parece pueda existir prerrogativa más excelsa..., la cual lleva consigo la santidad y dignidad más grandes después de las de Cristo» (Pío XII).
            Pero la Virgen, además de estar unida a su Hijo como Madre, lo estuvo también en la consumación de la obra de salvación; y se puede concluir legí-timamente que «como Cristo es Rey nuestro no sólo por ser hijo de Dios, sino también por ser nuestro Redentor, así, con cierta analogía, se puede afirmar que la bienaventurada Virgen es nuestra Reina y Señora no sólo por ser Madre de Dios, sino también porque, como nueva Eva, fue asociada al nuevo Adán» en la redención del mundo (Pío XII) .Luego, de esa doble e inefable unión con Cristo se origina la «eficacia inagotable de su materna intercesión con su Hijo y con el Padre» en favor de todos los redimidos.
            Esos fundamentos son muy sabidos, pero ojalá no suceda nunca que «por sabidos» no se los tenga en cuenta.
 
Elementos de la devoción auténtica
            La verdadera devoción a la Virgen no consiste ni en un sentimiento estéril ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos impulsa aun amor filial hacia nuestra Madre ya la imitación de sus virtudes (LG 67).
            Con menos palabras, en otra parte, el Concilio reduce el culto y devoción a la Virgen «a la veneración, al amor, a la invocación e imitación» (LG 66).
            Esos son los elementos constitutivos de la devoción a la Virgen; pero todo cristiano ha de saber en qué se fundan para que su devoción sea consciente y firme.
            Veneramos a la Santísima Virgen por sus excelencias:
-es Madre de Dios;
-asociada a Jesucristo en la obra de la Redención;
-Reina de cielos y tierra.
            Amamos a la Virgen porque es Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros en particular, ya que con su fe, con su obediencia y ardiente caridad contribuyó a restaurar la vida sobrenatural de las almas (LG 61).
            Invocamos a la Virgen y acudimos a Ella en toda necesidad porque «asunta a los cielos, no ha dejado su misión salvadora, sino que continúa obteniéndonos los dones de salvación. y con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo (de todos nosotros), que todavía peregrinan y se hallan en peligro hasta que sean conducidos ala patria bienaventurada» (LG 62).
            Hemos de imitar a la Virgen, porque es ejemplo y anticipo de la que debe ser la Iglesia. En María aprendemos la fidelidad a la gracia, la religiosidad, la entrega total al querer de Dios en cada instante.
Enseña el Concilio, en particular, que da Iglesia glorifica a Cristo cuando se hace más semejante a su excelso modelo (a María), progresando en la fe, en la esperanza y en la caridad, buscando y obedeciendo en todo a la divina voluntad» (LG 65).
            Y la Santa Iglesia recomienda la devoción a la Señora. «El Santo Concilio amonesta a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados en el curso de los siglos, y que observen escrupulosamente cuanto en tiempos pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos» (LG 67).
 
Mentalidad correcta al pensar en Maria y al engrandecerla
            Para formarse esa mentalidad, todo católico ha de seguir la «vía media» trazada por Pio XII y recibida por el Concilio, que consiste en guardarnos lo mismo de afirmaciones sin fundamentos, que de la cortedad y estrechez del alma al tratar de la singularisima dignidad de la Madre de Dios (LG 67). Yeso porque «admirando y celebrando las prerrogativas de la Madre, admiramos y celebramos la divinidad, bondad, amor y poder de su Hijo; y nunca desagradará al Hijo lo que hagamos en alabanza de su Madre, adornada por El de tantas gracias... Que superan inmensamente los dones y gracias de todos los hombres y de los ángeles» (Pío XII).
            En consecuencia, tanto en las expresiones cuando se hable de la Virgen, como en las devociones cuando se la obsequie, «ha de evitarse cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia» (LG 67). Todo católico sabe, en efecto, que María es pura criatura, redimida por su Hijo ya El subordinada en sus oficios, aunque esté realmente asociada a su misión y ensalzada sobre toda la creación como Madre verdadera de Dios-Hombre. Pero esa advertencia no quiere decir que se evite el invocar a la
Virgen, el venerar sus imágenes, o el tenerle devoción. Eso no induce a error, aunque lo vean mal algunos que estén en el error.
            La Iglesia misma recuerda los frutos de la devoción a la Virgen. «Las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios (v. gr., el rosario, el mes de mayo, peregrinaciones a sus santuarios, escapularios, etc.) que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de los tiempos y lugares y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser honrada la Madre, el Hijo sea mejor conocido, amado y glorificado, y que, a la vez, sean mejor guardados sus mandamientos (LG 66) .
 
Necesidad de la devoción a la Virgen
            De ella podemos hablar como se habla de la necesidad de la Iglesia. No se trata de una necesidad absoluta; en absoluto, ni María ni la Iglesia son necesarias. La medida en que son necesarias depende de los planes de Dios que les asignó tal misión y tales funciones en la realización concreta del misterio de salvación.
            Por tanto, como puede uno salvarse en absoluto fuera de la Iglesia, es decir, perteneciendo a ella sólo de modo implícito, por su conciencia recta que estaría pronta a abrazarse con los planes de Dios, si los conociera; así pueden salvarse, por esa misma voluntad, quienes desconocen la dignidad y misión de María, que es el grande instrumento de que Dios se vale en la economía de la gracia.
            En conclusión: la devoción a la Virgen es necesaria a los adultos que conocen suficientemente a la Señora, los cuales, al rechazar positivamente su culto y devoción, caerían en grave error contra la fe y se pondrían fuera de la voluntad y orden establecidos por Dios.
            Se ha observado con razón que el marianismo o devoción a la Virgen es nota, al menos negativa, de la Iglesia de Cristo. Porque sí puede haber alguna Iglesia que, con devoción a la Virgen, esté fuera del «Único redil», pero sin esa devoción jamás Iglesia alguna será la única verdadera Iglesia de Jesucristo.
            La historia y la experiencia pastoral enseñan que dejar de lado a María es alejarse de Cristo. Y los santos y doctores han repetido, de mil modos, que, la verdadera devoción a María es señal de predestinación. 

Qué decir de la devoción imperfecta a la Virgen
            Para ser devotos de la Virgen no se requiere ser ya tan santo que se evite todo pecado, pero sí se precisa una sincera voluntad de evitarlo y de trabajar y esforzarse por vencerlo, porque el pecado ofende al Hijo ya la Madre.
            Si uno, pues, vive en pecado, su devoción será siempre imperfecta. Pero desde el fondo de su miseria ese pecador puede dolerse de su estado, puede volverse a la Señora para que tenga compasión de él y le ayude a liberarse de su miseria sin dejar ni aún entonces las oraciones con que siempre la invocaba. Que si Cristo vino a buscar a los pecadores, también María fue hecha Madre de todos para salvar a todos.
            En tales casos no procede hablar contra la devoción imperfecta ni tratar de destruirla; procúrese, más bien, perfeccionarla y, por la Virgen, levantar a los que han caído y llevarlos al Señor. Como no trataremos de desarraigar por completo la fe muerta o no válida, sino de darle vigor y eficacia para volver a Dios tantos cristianos que, creyendo y todo, se han separado de Cristo y no viven en su amor.
 
Eficacia de la devoción a la Virgen
            Hablamos de la devoción a la Virgen tal como la entiende el recto sentir del pueblo cristiano y la ha canonizado el Vaticano II. Los santos, los teólogos y maestros de espíritu no se han cansado de recomendarla para obtener la conversión de los pecadores y para llevar a las almas a la santidad.
            Dentro del plan que nos hemos impuesto, nos reducimos acopiar una página famosa sobradamente conocida: «Te exhorto a que ames siempre más y más a la Virgen Nuestra Señora. ¿Quieres escapar de los peligros que te amenazan, no sucumbir a las tentaciones, hallar consuelo en las pruebas y sobrellevar con esfuerzo la carga de tus penas? ¿Quieres permanecer estrechamente unido a Jesucristo? Venera, ama, imita a su dulcísima, purísima y santísima Madre. No lo dudes: Ella será para ti Madre amantísima si la buscas... Ha recibido de Dios el poder dispensar los tesoros de la gracia y puede levantar a los pecadores; pero sus bondades siéntenlas, sobre todo, sus finos amadores... Quien la ama es casto, quien la abraza es puro, piadoso el que la honra, y santo quien la imita. Nadie la ama que no sea amado de Ella; ninguno de sus devotos pereció jamás... Es, pues, beneficio grande, es gracia inmensa de la bondad divina tener devoción a María, confiar en María, tender a la imitación de las virtudes de María».
            Y un escritor moderno agudamente apostilla y, subraya esas palabras: «La experiencia confirma esta gran verdad al ver que los grandes santos han sido siempre devotísimos de la Madre de Dios, y que, por el contrario, cuantos se alejan de Ella se han ido enfriando en el amor y fidelidad a Dios, su Hijo».
            Como es necesaria la Madre para la recta educación y cuidado del niño en su vida humana, así, en el orden espiritual, es necesario el cuidado de la Madre del cielo para el genuino desarrollo y para la plenitud de la vida de la gracia.
            Mucho se puede decir sobre la eficacia santificadora de la verdadera devoción mariana. Los principios doctrinales dan razón de los muchos testimonios de vida que la hagiografía nos ofrece. Ya su vez, los testimonios de los santos y de muchas almas anónimas son la mejor garantía del valor y autenticidad de esos principios.
            En vez de hacer razonamientos por nuestra cuenta, nos parece mejor copiar una página luminosa del Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica Ma-rialis cultus. Responde directamente a nuestro tema.
Dice así:
«...La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y amaestrada por una experiencia secular, reconoce que también la piedad a la Santísima Vírgen, de modo subordinado a la piedad hacia el Salvador y en conexión con ella, tiene una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. En efecto: la múltiple misión de María hacia el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural operante y fecunda en el organismo eclesial y alegra el considerar los singulares aspectos de dicha misión, y ver cómo ellos se orientan cada uno con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito.
            La santidad ejemplar de la Vírgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María «la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos» (LG 65) .Virtudes sólidas evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la
Palabra de Dios; la obediencia generosa; la humildad sencilla; la caridad solícita; la sabiduría reflexiva; la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos ; agradecida por los bienes recibidos, que ofrecen en el templo, que ora en la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro, en el dolor... la pureza virginal; el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida...
            La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina… porque es imposible honrar a la «Llena de gracia» (Lc. 1.28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir: la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom. 2, 29; Col. 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre Nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre» (MC 57).
Dos devociones especialmente recomendadas
            Son muchas las formas de devoción a María, y muchas también las devociones: el rezo del Ave María, de las tres Ave María, la devoción de la medalla milagrosa, del Escapulario bajo diversas advocaciones...
            En nuestros días los Papas han recomendado de manera especial dos devociones a la Virgen María. Son éstas: el rezo del Rosario, y la recitación del Angelus. Ambas devociones están dotadas de un mismo espíritu. Recogen el sentido bíblico de la alabanza a María y tienen un valor casi litúrgico para la Iglesia.
-El Rosario:
            El Papa Pío XII, en 1946, llamó al Rosario: compendio de todo el Evangelio; frase que recoge y comenta el Papa Pablo VI en Marialis cultus. El mismo Papa dice además que goza de una «connatural eficacia para promover la vida cristiana y el empeño apostólico» (MC 42) .
            El Papa Juan XXIII la tuvo como oración predilecta. Y lo mismo la tiene el Papa Juan Pablo II. Es una oración sencilla y rica, dice; practicable por todos, y como una «escala para subir al cielo» de manos de María. Oración cristológica y mariana, sencilla, humilde, querida por todos los devotos de la Virgen María.
            El valor del Rosario está precisamente en su contenido y en su estructura. Es oración vocal y mental al mismo tiempo; dos alas, dice Juan Pablo II, con las que nos elevamos hacia el cielo.
            El Papa Pablo VI explicó con detenimiento el carácter evangélico del Rosario, en cuanto saca del Evangelio el enunciado de los misterios y sus ora-ciones principales, y se inspira en el Evangelio, para sugerir las actitudes espirituales con que deben recitarlo los fieles. Por eso lo recomienda con tanta insistencia, tanto en el rezo particular, como familiar y comunitario.
            Después del rezo de las oraciones propiamente litúrgicas, el Rosario tiene la preeminencia, a juicio del Papa, por su valor y eficacia en orden a la santificación.
            «No cabe duda -dice Pablo VI- de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a rezar» (MC 54).
-El Angelus:
            El Angelus es una oración mariana y cristológica, centrada en la meditación del misterio de la Encarnación. Suele rezar se tres veces al día: al principio de la jornada, al descanso del mediodía, y al crepúsculo, que cierra las tareas y los trabajos diarios. Es una manera de consagrar el día entero a Dios ya la Virgen Santísima; un modo de santificar, con una breve oración, el trabajo.
            Pablo VI recomendó vivamente esta oración, que según él no tiene necesidad de reforma ni de modificación, por su valor perenne, como alabanza y súplica. Dice así:
            «La estructura sencilla, el carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de la incolumidad en paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos casi diversos de la jornada, la apertura hacia el misterio pascual  mientras conmemoramos la Encarnación del hijo de Dios, pedimos ser llevados "por su Pasión y su cruz a la gloria de la resurrección", hace que a distancia de siglos conserve inalterado su valor e intacto su frescor» (MC 41).
            El Papa Juan Pablo II ha recomendado vivamente a los fieles el rezo del Angelus Domini, que sirve para santificar los momentos del día. Ha manifestado su satisfacción por rezarlo juntamente con los fieles y ha recordado los ricos tesoros espirituales que contiene.
            «Mediante el Angelus Domini nos unimos espiritualmente entre nosotros, nos recordamos mutuamente, condividimos el misterio de la salvación y también nuestros corazones» ('De la oración mariana', en Czestochowa, 5.6.1979).
            «...Dentro de unos instantes rezaremos juntos el Angelus, que nos recuerda el anuncio gozoso del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; lo rezaremos con una particular intensidad y devoción, porque queremos proclamar juntos nuestra fe cristiana y además dar gracias a Dios por las maravillas que ha hecho y continúa haciendo por la intercesión de María Santísima, a la que manifestaremos toda nuestra veneración filial» (' Angelus', en Pompeya, 21.10.1979).

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